No saber de economía, ni siquiera
de la propia, sirve a la alegría de los mundiales. No era claro, pero los
grandes no lo vivían como uno. A nosotros -de verdad- Italia 90 nos rompió el
corazón. Primer álbum con mi hermano y el alma en cada paquete de figuritas del
kiosco-de-Castañañi.
El atado de las repetidas inventaba
el álbum personal. En la línea de los lindos: el Gabriel Omar, un sueco rubio-precioso, Tony Meola (que-no-era-para-tanto),
un estadounidense negro y simpático y Paolo
Maldini con la camiseta azul. Recuerdo fielmente ciertos colores. A Valderrama colorado y a José René Hiugita. Colombia era una
página tupida. Mucho pelo negro, rulos y bigotes por sobre todo. Zubizarreta era de España, pero turquesa.
Taffarel
verde como el fondo de la bandera del Nio. Del 94 recuerdo a Alexis Lala, colorado también, y un arquero
colombiano al que mataron después de un gol en contra. A Susana le gustaba Walter Zenga. Venía a casa a jugar al Scrabel
y él la esperaba sobre el tablero del Renault 9 de su papá. A mi vecina, le
gustaba el Pájaro-Pol. Cosas que yo, claro,
no podía soportar.
El álbum era todo en muchas
lenguas. Para nosotros, la oportunidad debida para ampliar el mundo. Los de la Unión
Soviética (SSSR vaya-una-a-saber-por-qué)
dejaban mucho que desear. Parecían jóvenes pero más viejos y con otras
preocupaciones. Los holandeses usaban camisetas delicadas, naranjas con blanco.
De todas las palabras nuevas, Nederland
y Scotland me parecían las más finas.
Alemania Federal se escribía tan
difícil que era imposible. Me viene la ropa blanca, la altura de los jugadores y
el desconsuelo que rajó las calles del pueblo en el minuto-ochenta-y-algo del partido. Uno de los de ellos se
llamaba Bodo, como el doctor Vodovosoff,
pero con be alta. De él mi madre tomó su oficio y las guardias perpetuas de
veinticuatro horas en el hospital.
Ese invierno supe de la pasión de
mi padre al grito de “me cago en el cura”.
Por él hinchábamos un poco para Jugoslavija
que desde entonces fue nuestra segunda opción. Supe también del llanto, del
enojo y de la existencia de Camerún. Eran pocas, pero para el caso de los
negros (bestias-lustres) y los
coreanos (madona-santa) las figuritas
se partían en dos. Makanaki, por
ejemplo, no tenía la propia y sin embargo le fue lo bastante bien.
Gracias al fútbol aprendimos
sobre los acontecimientos y la historia. “Esto
ya es historia” repetía mi mamá para que dejemos de lado la tristeza. La
final, con la Negra, no la vimos. Ella me paseó parada en la bicicleta lo que
duró el partido. El penal fue cerca de la iglesia donde cada domingo ella llevaba
los panqueques-del-padre-Valló. Cosa
que yo, claro, no podía soportar ni pensando que él era de Mongolia y que nadie
de su familia cocinaría nunca nada para él.
Del 90 conservo la redondez de
los estadios, las muchas i y e de los nombres italianos, el gusto por
las hojas rústicas, el ejercicio memorioso de reconocer banderas, el modo de
los corchetes y las cosas por completar a medida que avanzan las fechas y el
impulso en la boca de esa lengua familiar pero lejana de “notemiachiqué”.