viernes, 29 de junio de 2018

SEÑAL DE AJUSTE




No saber de economía, ni siquiera de la propia, sirve a la alegría de los mundiales. No era claro, pero los grandes no lo vivían como uno. A nosotros -de verdad- Italia 90 nos rompió el corazón. Primer álbum con mi hermano y el alma en cada paquete de figuritas del kiosco-de-Castañañi.
El atado de las repetidas inventaba el álbum personal. En la línea de los lindos: el Gabriel Omar, un sueco rubio-precioso, Tony Meola (que-no-era-para-tanto), un estadounidense negro y simpático y Paolo Maldini con la camiseta azul. Recuerdo fielmente ciertos colores. A Valderrama colorado y a José René Hiugita. Colombia era una página tupida. Mucho pelo negro, rulos y bigotes por sobre todo. Zubizarreta era de España, pero turquesa.  Taffarel verde como el fondo de la bandera del Nio. Del 94 recuerdo a Alexis Lala, colorado también, y un arquero colombiano al que mataron después de un gol en contra. A Susana le gustaba Walter Zenga. Venía a casa a jugar al Scrabel y él la esperaba sobre el tablero del Renault 9 de su papá. A mi vecina, le gustaba el Pájaro-Pol. Cosas que yo, claro, no podía soportar.
El álbum era todo en muchas lenguas. Para nosotros, la oportunidad debida para ampliar el mundo. Los de la Unión Soviética (SSSR vaya-una-a-saber-por-qué) dejaban mucho que desear. Parecían jóvenes pero más viejos y con otras preocupaciones. Los holandeses usaban camisetas delicadas, naranjas con blanco. De todas las palabras nuevas, Nederland y Scotland me parecían las más finas.
Alemania Federal se escribía tan difícil que era imposible. Me viene la ropa blanca, la altura de los jugadores y el desconsuelo que rajó las calles del pueblo en el minuto-ochenta-y-algo del partido. Uno de los de ellos se llamaba Bodo, como el doctor Vodovosoff, pero con be alta. De él mi madre tomó su oficio y las guardias perpetuas de veinticuatro horas en el hospital.
Ese invierno supe de la pasión de mi padre al grito de “me cago en el cura”. Por él hinchábamos un poco para Jugoslavija que desde entonces fue nuestra segunda opción. Supe también del llanto, del enojo y de la existencia de Camerún. Eran pocas, pero para el caso de los negros (bestias-lustres) y los coreanos (madona-santa) las figuritas se partían en dos. Makanaki, por ejemplo, no tenía la propia y sin embargo le fue lo bastante bien.
Gracias al fútbol aprendimos sobre los acontecimientos y la historia. “Esto ya es historia” repetía mi mamá para que dejemos de lado la tristeza. La final, con la Negra, no la vimos. Ella me paseó parada en la bicicleta lo que duró el partido. El penal fue cerca de la iglesia donde cada domingo ella llevaba los panqueques-del-padre-Valló. Cosa que yo, claro, no podía soportar ni pensando que él era de Mongolia y que nadie de su familia cocinaría nunca nada para él.
Del 90 conservo la redondez de los estadios, las muchas i y e de los nombres italianos, el gusto por las hojas rústicas, el ejercicio memorioso de reconocer banderas, el modo de los corchetes y las cosas por completar a medida que avanzan las fechas y el impulso en la boca de esa lengua familiar pero lejana de “notemiachiqué”.