ESTEBAN tiene cuatro y ahora pasea por mi casa -que es pequeña- recorriendo un sin fin de lugares. Por la mañana, en la escuela, en su pueblo, juntó un hueso de dinosaurio que ahora lleva escondido. Al entrar dió “una mala noticia”: la Mafi le puso una "pichicata". De “cosas lindas” -me dijo- íbamos a hablar durante el trayecto de regreso a su casa. La bici la maneja él. Le da risa verme sentada detrás suyo y saluda a sus compañeros como si todo eso fuera cierto.
En casa están sus juguetes. Pero antes de subir me pide ir hasta la pescadería para “ver si vemos un pulpo”. Lo vemos y -una vez más- se fascina. Arriba jugamos con jaulas, tramperas, ratones y dinosaurios. Traza el espacio y se inventa un oficio: es un vendedor (?) de animales que anda por los campos. La gente que se acerca lo hace para sacarle fotos a sus bichos. Él se encarga de cuidarlos. Ése es el intercambio.
Después de un rato, respondiéndose, trae una primera pregunta: “¿No’ciedto tíía que si hay huesos de dinossauddios es podque ellos también se muddiedon?”
Después de un rato, respondiéndose, trae una primera pregunta: “¿No’ciedto tíía que si hay huesos de dinossauddios es podque ellos también se muddiedon?”
Antes de que sus papás regresen me hace saber que no toda la tristeza se ve en la nariz y que a su papá, que es “muuy rrande”, él lo vió llorar. Como todo niño, Esteban es un buen lector. Pregunta por la suerte y planifica una cena a base de espinacas mientras habla de “Poppeii” y de las cosas que faltan y de las que son necesarias para poder crecer.
- Vamos a tener que esperar...
me dice
mientras lo escucho
decir.
- y e n e l m e d i o –
las palabras
se vuelven abrazos.